La herida invisible: el impacto del trauma temprano en la salud mental y física

Hay heridas que no se ven, pero duelen. No dejan cicatriz en la piel, pero marcan desde dentro. Se camuflan en síntomas cotidianos: insomnio, tristeza persistente, dolores sin causa médica, desconexión, ansiedad.

Muchas personas conviven con estas señales sin saber de dónde vienen. Prueban soluciones: deporte, meditación, alimentación saludable. Pero algo no encaja. Como si el cuerpo hablase un idioma que nadie traduce. Y es que, a veces, lo que sentimos hoy tiene su origen en lo que no pudimos procesar ayer.

¿Qué es el trauma temprano?

El trauma temprano no siempre nace de grandes tragedias. A veces brota de lo que faltó: un abrazo, una mirada que calma, alguien que dijera “estoy contigo”. Puede originarse en experiencias repetidas de inseguridad, desapego, humillación o hipervigilancia. Y deja huella. No solo emocional, también física.

Porque el trauma no es lo que nos pasa, sino cómo lo vive nuestro sistema nervioso. Como recuerda el psiquiatra Bessel van der Kolk: El cuerpo lleva la cuenta (The Body Keeps the Score, 2014). Cuando una experiencia supera nuestra capacidad de afrontamiento, el cuerpo lo registra a su manera. Y si no puede expresarlo, más tarde lo manifestará.

Las consecuencias: de lo invisible a lo evidente

Diversas investigaciones han demostrado el vínculo entre trauma infantil y problemas de salud en la adultez. El estudio ACEs (Adverse Childhood Experiences, Felitti et al., 1998) reveló una correlación directa entre experiencias adversas en la infancia y enfermedades como depresión, adicciones, dolencias cardiovasculares o trastornos autoinmunes.

Algunas manifestaciones frecuentes del trauma temprano son:

  • Ansiedad persistente
  • Trastornos del sueño
  • Dolores físicos crónicos
  • Problemas digestivos
  • Dificultades para vincularse o confiar
  • Sentimiento constante de amenaza o vacío

El cuerpo como mensajero

El cuerpo guarda lo que la mente no pudo. Desde la neurobiología sabemos que, ante el trauma, se activan circuitos de defensa que a veces se cronifican. El sistema nervioso puede quedar atrapado en un estado de hiperalerta o desconexión. Por eso hay personas que “reaccionan de más” o “no sienten nada”.

No es debilidad. Es adaptación. Estrategias aprendidas para sobrevivir: perfeccionismo, evitación, control, aislamiento, adicción a la productividad… Mecanismos de defensa que, con el tiempo, se vuelven jaulas.

Sanar es volver a sentir

La buena noticia: sanar es posible.
El cerebro, por suerte, no se queda congelado en lo que vivió. Tiene una cosa maravillosa llamada plasticidad: puede crear nuevas rutas, nuevas formas de sentir, de reaccionar, de estar.
No se trata de olvidar ni de hacer como si nada. Se trata de darle un lugar a lo que pasó, dejar de pelearse con la herida, y empezar a construir desde ahí. Sin prisa, pero con raíz.

Hay enfoques terapéuticos que ayudan de verdad, como EMDR, Experiencia Somática o la terapia centrada en el apego. También prácticas más cotidianas como el mindfulness o el trabajo corporal, que ayudan a volver al cuerpo, a sentirlo como un lugar seguro, y no como un campo de batalla.

Porque sanar no es volverse de piedra. Es volver a sentir sin que duela todo.

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